No me acuerdo bien de cuándo empecé a usar plumas estilográficas pero reconozco con rubor que fui, por imperativo de la época, un escolar de bolígrafo. Aún recuerdo, eso sí, cómo en las Escuelas Durruti donde fui párvulo, aún se usaba el plumín de acero, los palilleros y el depósito misterioso y ennegrecido del pupitre. Más tarde, utilicé la plumilla Guillot, la tinta china, el tiralíneas y la bigotera; cuando se hablaba de rotulador, nos referíamos a un plumín grande de punto grueso y plano.
Pero todo aquello , yo aún no lo sabia, ya era producto de un pasado que, suave pero inexorablemente, hizo desaparecer aquellos instrumentos del plumier para dejar espacio a los Rotring, los rotuladores de colores y los bolígrafos Bic, transparentes y amarillos.
Escribir con pluma estilográfica era por entonces una actividad extra escolar, generalmente asociada a la contemplación de los mayores. Mi padre la utilizaba en ocasiones y acabó regalándome algunas de las que tenía y que, aun no siendo coleccionista, había ido guardando. Milagrosamente, las conservo todas, porque desde que tengo memoria me siento atraído por aquellos ingeniosos aparatos que le llenaban a uno las manos de tinta y contenían secretos mecanismos que pocos sabían explicar con certeza y mucho menos entender y que, si fallaban, obligaban a recurrir a un mecánico de estilográficas.
Aún recuerdo un mínimo taller que había en la Calle de Alcalá donde, en una oscura esquina de una tienda dedicada a otra cosa, se ocupaba de estos menesteres de reparación un amable señor que padecía una terrible enfermedad degenerativa nerviosa. Recuerdo cómo miraba las plumas al contraluz de su foco, cómo las giraba entre sus manos temblorosas de las que siempre parecía que iban a caer; no he olvidado su minúscula mesa y su solitaria luz, el banquillo rodeado de mecanismos destripados, piezas metálicas, trapos multicolores y herramientas desconocidas.
Aquél humilde mecánico no debía ser muy ilustre porque mi padre le llevaba la misma pluma una y otra vez, señal de que sus trabajos no daban el resultados apetecido. En cambio, a mí, aquellas visitas me daban la oportunidad de regresar al fascinante rincón y ver cómo el pobre mecánico del bigotillo y las gafas se afanaba con los preciosos artilugios.
Muchos años después, conseguí reparar definitivamente aquélla pluma rebelde o maltratada aunque ya no en el viejo taller, sino por mí mismo. Ahora funciona pero, tristemente, no gracias a las enfermas pero siempre delicadas manos de aquel inolvidable personaje de la calle de Alcalá.
Muchos hemos entrado al uso de estilográficas por influencia de nuestros mayores. Bien recuerdo que la primera vez que las vi, fueron unas que tenía guardada mi abuela en un viejo escritorio (de su antiguo trabajo como laboratorista). Me parecieron raros aquellos "lapiceros" vacíos (dos Parker 45 y una Steerbrook de no sé que modelo) y más raro el guardarlos si "ya no servían. Bajo esta premisa la Steerbrook sufrió un descuartizamiento inhumano: era bonito sacar un saquito de caucho que tenía dentro, fácil, pero ya no entró igual nunca. Y esa "palanquita" que era tan frágil. Por suerte nunca se me ocurrió tocar las Parker (quizás por que me agradó la forma). Luego, allá por el bachillerato (sabiendo ya que eran las plumas), mi padre me compró una Vector ocre que me acompañó en la universidad. Hace 3 años adquirí una Parker Urban (que me hizo renegar de la marca para siempre); luego una Pilot Metropolitan y por último mi esposa me regaló una Pilot Custom 74 que tuve que reparar épicamente. Y esa será la última... jejeje... aunque creo que todos sabemos como terminan esas promesas. Saludos.
ResponderEliminarF. Nelson Cabrera.
Gracias por tu comentario, amigo Nelson. Es un placer leer historias como la tuya. Un fuerte abrazo
EliminarMuy buena pluma,no solo en instrumento , tambien la prosa. Y muy linda historia. Gracias Pedro por tu generosidad
ResponderEliminarGracias por tu comentario, amigo mío, Un saludo muy cordial
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